Es increíble que, entrando en un siglo XXl todavía tengamos el terror sacro o el (terror Sagrado) que nos han impuesto los jerarcas religiosos del tipo de la tristemente Santa Inquisición. Y con esos temores se nos ha anulado lo más preciado que el ser humano tiene, Que es el sentido común.
Tenemos mucho que agradecerle a nuestro sentido común, pues sin él no nos atreveríamos ni siquiera a cruzar las calles si no estuviéramos seguros y conscientes de la vía libre de vehículos. Tampoco nos atreveríamos a poner los dedos en el fuego porque sabemos que nos quemaría la piel. Este sentido nos protege del medio ambiente en que vivimos o nos movemos; y es quien permite que cataloguemos a otra persona de inteligente, aunque sólo estemos comparando su capacidad de aprendizaje con otros seres humanos.
Al sentido común le debemos nuestra propia comodidad. Y nos impide, en muchas ocasiones, que hagamos ciertas cosas, porque la alarma se enciende de inmediato para que rectifiquemos nuestra posible acción, ya que hay cierto pago que debemos asumir en el futuro por la realización de algunas cosas y situaciones con las que nos enfrentamos. Y no olvidemos que muchas veces ese pago es doloroso, amargo y normalmente en público y nuestros seres queridos se enteran.
Pues bien, esta natural capacidad, innata que tenemos, del sentido común, como que la perdemos o se anulan los mecanismos de defensa natural e instintivos cuando nos enfrentamos con un desconocido, distante y nebuloso Dios; y con la enorme pléyade de aquellos que se dicen representantes de esa divinidad.
No conocemos los motivos que hacen que nuestros mecanismos naturales y propios del sentido común se esfumen, se pierdan y que nos quedemos a merced de cualquier presión.
Hemos permitido, con toda confianza, que otros piensen por nosotros en materia de Dios y de Religión. Nos da cierta seguridad aceptar todo lo que dicen, o han dejado dicho, líderes, pequeños o grandes, que asumieron, o asumen, el papel de guías espirituales del pueblo a través de la historia.
Pensar contrario a ellos, o dudar de lo que pretenden imponernos, sencillamente nos da miedo y mucho terror. Preferimos ser mansos, como los corderitos, y dejarnos llevar por sus prédicas, libros y la serie de rituales que manejan en los servicios devocionales.
Y veamos que curioso es esto, hasta hemos permitido, sin inmutarnos un ápice, que se auto nombren como nuestros pastores que, guiando al rebano de ovejas, que es en lo que terminamos convertidos completa y fatalmente, dócilmente estamos en sus manos y bajo sus intereses sectarios y monetarios.
Pero comparemos todo esto con un claro ejemplo de la vida diaria. Para comprar un vehículo, cualquier ser humano normal y sano, trata, por todos los medios a su alcance, de hacer el mejor trato posible. Y no permite, de ninguna manera, que el vendedor se pase de listo y lo tontee con argumentos falaces. Es más, ni siquiera con el primer vehículo que nos muestran nos quedamos. Somos, si no minuciosos, al menos cuidadosos de escoger entre varias opciones; y todas ellas de acuerdo con nuestro presupuesto, color favorito, marca, tamaño de la familia, el uso que pensamos darle, modelo y en fin todo aquello que nuestro maravilloso sentido común nos dicta internamente.
¿Por qué no podemos, entonces, actuar con este mismo sentido común en materia religiosa? ¿Será simplemente que no nos han dejado ni siquiera eso? ¿A quiénes le ha convenido, a través de tantos siglos, tenernos como un fácil rebaño de mansas e inútiles ovejas?.
Pero bueno, aparte de esto que es tan fácil de comprender, es conveniente que traigamos otro tema importante en esta misma línea.
Y sin duda que las tres preguntas a las que los seres humanos más le hemos buscado respuesta son: De dónde venimos. Qué hacemos aquí. Y hacia dónde vamos.
Sin exagerar, podríamos llenar un asombroso espacio con las tantas soluciones que nos han planteado y propuesto a través de la historia, y aún actualmente. Es, desde que el ser humano apareció en la Tierra, que tuvo que sentir la necesidad, imperiosa y terrible, de saber de donde procedía. Y aquí, sin asomo de duda, fue su sentido común el que le marcó esa interrogante e inquietud.
Siempre ha resultado más fácil, para la inmensa mayoría de pobladores de este hermoso planeta, aceptar como soluciones aquellas opiniones en las cuales, sin perder su hegemonía, principalmente el macho de la creación, el hombre, depender de un ser superior para todo; llenando únicamente el pequeño requisito que se le pedía, o que se le pide aún, de adorar, venerar y acatar ciegamente los mandatos de su particular ser superior. El cual, por supuesto, confiaba en un hombre igual a los demás, para que le sirviera de enlace, de puente, inclusive de mediador, entre la población asustada y él.
La historia de todas las civilizaciones está llena de casos similares a éste.
Y no ha habido pueblo, o grupo de seres humanos, que no hayan tenido, o tengan actualmente, por lo menos a su particular ser superior; porque han habido otros que han hecho gala, simultáneamente, de una gran cantidad de dioses y también de su particular representante.
Y volvemos a insistir, que la historia sigue llena de todo este bagaje de personalidades.
No es posible conocer una raza, un pueblo o una civilización cualquiera, sin que conozcamos a su dios, o dioses, a su iluminado, a su encarnación divina y a una gama impresionante de sacerdotes que impusieron, o imponen aún, bajo su particular gusto y antojo, las normas bajo las cuales su dios quiere que se viva entre el pueblo que personalmente la divinidad de turno ha escogido.
El ser humano que ha tratado de usar su inteligencia, y que ha cuestionado varias, sino todas las normas impuestas por el ser superior adentro de su propia comunidad, ha sido tratado como blasfemo, las menos de las veces, porque en la mayoría de casos ha sido extirpado, como un cáncer maligno, al que hay que detener a tiempo. Pero esa detención, o extirpación, que se hacía, o se hace, con el inconforme, hoy simplemente es tipificado, por cualquier tribunal de sentencia, como asesinato.
Y veamos que triste la situación, pues muchas de las veces era el ser supremo el que ordenaba directamente el trabajito; y también, en muchas ocasiones, personalmente ese digno ser superior o dios era el que se tomaba la molestia de hacerlo con sus propias manos.
Y, a manera de traer un buen ejemplo de lo que hemos afirmado anteriormente, para que empecemos a conocer la verdadera personalidad y carisma de Dios Nuestro Señor, es bueno que leamos la psicótica descripción que de él hace Jeremías desde 15:1 ss. Así dice Dios Padre (Yahvé): El que a muerte, a muerte, el que a espada, a espada, el que a hambre, a hambre y el que a cautiverio, a cautiverio. Y enviaré sobre ellos cuatro géneros de castigos, dice Dios Nuestro Señor (Yahvé): Espada ¡para matar!. Perros ¡para despedazar!. Aves del cielo ¡para devorar!. Y bestias de la tierra ¡para destruir!. Pero lo mejor de esto es que ese precioso capítulo bíblico se llama La implacable ira de Dios.
Así es mis queridos lectores. Y de esta manera nace el terror sacro.
Es más fácil y seguro seguir a la corriente que ser ahogado en ella. De ésta forma fue que se aprovechó, por parte de la jerarquía eclesiástica, para imponer toda la burocratizada ensarta de rituales y dogmas que nos acompañan en cualquiera de las costumbres religiosas. Era muy fácil, solamente se requería mostrar a un ser superior enojado, vengativo, cruel y enfermizamente egoísta con su propio pueblo escogido; y lo demás lo ponían los incautos borregos del rebaño con su miedo a la terrible venganza de ese dios al que le rendían culto e idolatría.
¿De qué forma podemos hacer que los demás entiendan que algo está equivocado, erróneo y que no es cierto lo que nos han hecho creer?.
¡Pues muy fácil!.
Únicamente necesitamos hacer ver en dónde está la equivocación, el engaño, el error y cuáles son los motivos por los cuales es y ha sido casi imposible ver el error, la equivocación, el engaño y la falsa doctrina. Aunque por el simple factor de nombrar al conjunto de hechos y acciones doctrina, ya hablamos de falsedad.
Todas las doctrinas son falsas. Si fueran lo contrario, es decir verdades incuestionables, no estaríamos como estamos. Repasemos la infinidad de doctrinas que conocemos y es fácil concluir que todas ellas pretendían, en su oportunidad, resolver los graves y profundos problemas de la humanidad. Pero ni lo hicieron y hoy nos encontramos mucho peor pues de todos modos seguimos teniendo los mismos problemas, pero además de ellos tenemos a las doctrinas y a sus defensores que, a pesar de todo, nos vienen oprimiendo y esclavizando desde siempre.
No podemos ver los errores porque se nos ha programado para no verlos. El motivo por el cual nos ha sido casi imposible, lo repetimos, ver errores, equivocaciones y las falsas doctrinas es uno sólo, se resume en lo mismo. Los grandes jerarcas y personajes eclesiásticos se tomaron la molestia de lavarnos el cerebro y nos grabaron sutilmente un programa que se llama Terror Sacro.
Y este instrumento denominado Terror Sacro hace que sudemos y temblemos con sólo pensar en el terrible castigo que nos espera por discrepar del mandato divino; y en unos más y en otros menos eso nos ha detenido, y prácticamente congelado, el sentido común.
Con el Terror Sacro perdemos la perspectiva de la realidad en la que estamos viviendo y nos volvemos corderitos del rebaño, sumisos y temerosos del cruel y vengativo ser superior que nos han obligado a aceptar como real, como Dios y hasta como nuestro Padre, según nos lo receta la perorata bíblica.
Y esto no es más que una desfachatada ridiculez.
¿Usted cree que estamos inventando que el Padre Nuestro, todo amor y comprensión, es un ser vengativo y sentimentalmente lleno de maledicencia?.
Para quitarnos todos esa duda leamos el Salmo 94 y brillará la verdad de esa bestia arrogante y llena de sentimientos malsanos al que nos han acostumbrado, desde niños, a llamar Padre Nuestro, a rezarle, orarle y pedirle desde cualquier iglesia o templo, o bien desde nuestra intimidad, suplicándole por un lugar en la Gloria Eterna.
Tal capítulo, llamado arrogantemente Oración clamando venganza, refleja la verdad del Cristianismo pues, siendo y actuando los miembros de tal creencia como lo hace Dios Padre, todos ellos, Dios Nuestro Señor y cada uno de los afiebrados seguidores, no son más que bagatela.
¡Padre Eterno (Yahvé), Dios de las Venganzas, ¡¡Dios de las Venganzas!!, muéstrate!. Levántate, oh juez de la tierra.
¿Quedó alguna duda de ver ahí descrito al vengativo Creador del Cielo y de la Tierra (según los obnubilados cristianos), como para no aceptar lo que recién afirmamos?.
Y, ¿desde cuando la Justicia es sinónimo de venganza?, como para haberlo aceptado.
Desde pequeños se nos ha educado, para bien o para mal, no lo sabemos, pero en fin, se nos educa para enfrentarnos con la vida diaria y todo lo que ello implica. Cuando tenemos que hacer la más mínima decisión, del diario vivir, usamos toda nuestra inteligencia y sentido común. Y, como ya lo afirmamos, en una operación comercial cualquiera usamos todo nuestro potencial de inteligencia y sentido común. Pero en asuntos religiosos no somos más que borregos que, sin voluntad, fácilmente nos han llevado al matadero, pues creyendo, y confiando, que después de la matanza seremos y estaremos salvos y libres de toda condenación, y para culminar esta locura, en la Gloria Eterna, nos han tonteado de lo lindo.
¡Qué barbaridad y qué abuso psíquico el que han estado cometiendo en contra nuestra